Los
Rostros de la Calle
Por:
L. F. Nikho
Uno
va por la calle y en sus andenes casi que se tropieza con la indigencia. Niños
hambrientos, mocosos, sucios y degradados; hombres tirados en el suelo
extendiendo las manos por unas monedas, exhibiendo sendas cicatrices desde el
pecho hasta el estómago para causar lástima, y mujeres bisojas, adustas y
deprimidas que hacen lo mismo, con la única diferencia de que el maltrato es el
sello que tienen desde que llegan a la vida. Todos ellos, personajes de
historias del desplazamiento, de pasados infortunados marcados por la
drogadicción y el alcohol, o quizá, intelectuales que no tuvieron mejores
oportunidades en este erial olvidado por el tiempo.
La
delincuencia es como una sombra adherida al cuerpo de las “buenas gentes”; sombra que en cualquier momento se decide al “raponazo”. Hampones miserables cuyo sentido de la
conciencia nunca les fue acreditado, y que por razones de sociedad llamamos
lumpen.
En
los barrios pobres no hay minuto de silencio por los muertos, ya que entonces (si
así fuera), sería una sinfonía inconclusa, un acorde abierto de la noche a la
mañana, un estrépito infinito de otorgar lo que se calla siendo cierto; se
acostumbra el sobreviviente de las comunas, al olor de la marihuana, a ver los
hijos irse y no saber si vuelven, a panzas hinchadas de niñas de diez o doce
años con nueves meses prolongados, y a veces seis adelantados, y a una tristeza
alargada en las espaldas de los obreros que llegan a las ocho, para irse en
madrugada.
Se
va uno acostumbrando al sin remedio, a las inundaciones y a los deslizamientos;
a la sequía y a la escasez… al desempleo; a creer en los politiqueros de turno
y en las marchas sindicales que siempre serán necesarias para el obrero, aunque
para algunos de sus líderes, sólo sean el tributo a su jactancia. También nos
acostumbramos al rebusque, a eso que hoy le han dado por llamar: “Trabajo
Independiente”, como por camuflar con ese apelativo los altos índices de desempleo y de miseria. Ahí sí que es necesario improvisar y echar
mano de las universidades de la vida, para graduarse cada cual, con sus propios
méritos, como gerente de ventas con especialización en dulcería, baratijas y
aquelarres; o como asesor comercial doctorado
en piratería, paquetes chilenos y por qué no, amores necesarios; o como
plomeros, electricistas, lustrabotas y chamanes; trapecistas, putas, artesanos,
adivinos y alemanes. La tendencia es por
lo tanto, siempre a la baja, aunque lo que queremos es escalar montañas.
Caminando
por las calles de la miseria, el bullicio y la melancolía, se tropieza uno con
el mundo de las oportunidades: el loco se baña en la fuente del parque donde no
cobran impuestos, los policías sonrientes con sus celulares y con el ojo puesto
en los traseros danzantes, mientras que en
la esquina dos sospechosos empuñan un
arma y esperan azares.
Más
allá, se llega al olvido, a la indiferencia, a ese saber tanto del que nada se
sabe, ya que en boca cerrada no entran moscas y si entran, es porque se le
encontró bocarriba con seis tiros en la cabeza y tres días de muerto en un zaguán. Pero eso no importa cuando todo en la vida es
como una estadística, cuando somos un tanto por ciento, la suma perfecta de
toda desgracia o si se quiere: el número Pi de la escuela, el colegio, la
universidad y la fábrica.
Y
casi todo tiene un valor monetario; el insufrible payaso del circo y el
alimento que brota la tierra; el carpintero hiriente del árbol y el agua que
viene de afuera; el hacedor del hierro y del acero y el calor para no morir en
invierno. Números y más números, en los
billetes y en las monedas, en nuestras tumbas y en las estepas, en los muros,
en los meses y en los años… en casi todo; pues definitivamente, los números
pueden ser remplazados.
Pero
nos dicen que hay que ser tolerantes, aceptar las diferencias y continuar la
vida como si nada; y si cada cual se pusiera en los zapatos de cada quién, si
la miseria de los barrios pobres fuera vivida por los ricos, si los dueños de
las fábricas se vistieran de obrero y los niños hambrientos y desposeídos
durmieran en cunas mullidas, ¿entonces habría quiénes hablaran de
tolerancia? Si despertarse en las
madrugadas e ir con la lluvia golpeando en la cara para cumplir un horario, si
el que sólo en festones y modas se yergue y no conoce de vestidos raídos y
malos olores, si el que tiene que ser y no puede serlo es tolerancia, ¿entonces
la vida es justa?
Si
el que oprime pasa a ser oprimido, si en sus manos limpias y delicadas habitara
el callo y la suciedad que marca el trajín diario, si en lugar de Paco Rabanne o Chanel oliera al sudor del cansancio, o vistiera en baratijas
populacheras en vez de Christian Lacroix, Kenzo o Versace, ¿en ellos habrá tolerancia?
Uno va por la calle sin pensar en voz alta y
de golpe se encuentra a la “Comedia Humana”: al frágil silencio que rompe una
lágrima, al mimo burlón y al cura en sotana; a unos y a otros con miedo y con
rabia, a mí mismo sombreado en la acera y a los demás como yo, pensativos,
mustios y con la mirada extraviada.
(13/11/2012)
Excelente artículo
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