TEATRO ANTÍPODA

martes, 13 de noviembre de 2012

Los Rostros de la Calle



Los Rostros de la Calle
Por: L. F.  Nikho

Uno va por la calle y en sus andenes casi que se tropieza con la indigencia. Niños hambrientos, mocosos, sucios y degradados; hombres tirados en el suelo extendiendo las manos por unas monedas, exhibiendo sendas cicatrices desde el pecho hasta el estómago para causar lástima, y mujeres bisojas, adustas y deprimidas que hacen lo mismo, con la única diferencia de que el maltrato es el sello que tienen desde que llegan a la vida. Todos ellos, personajes de historias del desplazamiento, de pasados infortunados marcados por la drogadicción y el alcohol, o quizá, intelectuales que no tuvieron mejores oportunidades en este erial olvidado por el tiempo.

La delincuencia es como una sombra adherida al cuerpo de las “buenas gentes”; sombra que en cualquier momento se decide al “raponazo”.  Hampones miserables cuyo sentido de la conciencia nunca les fue acreditado, y que por razones de sociedad llamamos lumpen.
En los barrios pobres no hay minuto de silencio por los muertos, ya que entonces (si así fuera), sería una sinfonía inconclusa, un acorde abierto de la noche a la mañana, un estrépito infinito de otorgar lo que se calla siendo cierto; se acostumbra el sobreviviente de las comunas, al olor de la marihuana, a ver los hijos irse y no saber si vuelven, a panzas hinchadas de niñas de diez o doce años con nueves meses prolongados, y a veces seis adelantados, y a una tristeza alargada en las espaldas de los obreros que llegan a las ocho, para irse en madrugada.

Se va uno acostumbrando al sin remedio, a las inundaciones y a los deslizamientos; a la sequía y a la escasez… al desempleo; a creer en los politiqueros de turno y en las marchas sindicales que siempre serán necesarias para el obrero, aunque para algunos de sus líderes, sólo sean el tributo a su jactancia. También nos acostumbramos al rebusque, a eso que hoy le han dado por llamar: “Trabajo Independiente”, como por camuflar con ese apelativo  los altos índices de desempleo y de miseria.  Ahí sí que es necesario improvisar y echar mano de las universidades de la vida, para graduarse cada cual, con sus propios méritos, como gerente de ventas con especialización en dulcería, baratijas y aquelarres;  o como asesor comercial doctorado en piratería, paquetes chilenos y por qué no, amores necesarios; o como plomeros, electricistas, lustrabotas y chamanes; trapecistas, putas, artesanos, adivinos y alemanes.  La tendencia es por lo tanto, siempre a la baja, aunque lo que queremos es escalar montañas.

Caminando por las calles de la miseria, el bullicio y la melancolía, se tropieza uno con el mundo de las oportunidades: el loco se baña en la fuente del parque donde no cobran impuestos, los policías sonrientes con sus celulares y con el ojo puesto en los traseros danzantes,  mientras que en la esquina dos sospechosos  empuñan un arma y esperan azares.
Más allá, se llega al olvido, a la indiferencia, a ese saber tanto del que nada se sabe, ya que en boca cerrada no entran moscas y si entran, es porque se le encontró bocarriba con seis tiros en la cabeza y tres días de muerto en un zaguán.  Pero eso no importa cuando todo en la vida es como una estadística, cuando somos un tanto por ciento, la suma perfecta de toda desgracia o si se quiere: el número Pi de la escuela, el colegio, la universidad y la fábrica.
Y casi todo tiene un valor monetario; el insufrible payaso del circo y el alimento que brota la tierra; el carpintero hiriente del árbol y el agua que viene de afuera; el hacedor del hierro y del acero y el calor para no morir en invierno.  Números y más números, en los billetes y en las monedas, en nuestras tumbas y en las estepas, en los muros, en los meses y en los años… en casi todo; pues definitivamente, los números pueden ser remplazados.

Pero nos dicen que hay que ser tolerantes, aceptar las diferencias y continuar la vida como si nada; y si cada cual se pusiera en los zapatos de cada quién, si la miseria de los barrios pobres fuera vivida por los ricos, si los dueños de las fábricas se vistieran de obrero y los niños hambrientos y desposeídos durmieran en cunas mullidas, ¿entonces habría quiénes hablaran de tolerancia?  Si despertarse en las madrugadas e ir con la lluvia golpeando en la cara para cumplir un horario, si el que sólo en festones y modas se yergue y no conoce de vestidos raídos y malos olores, si el que tiene que ser y no puede serlo es tolerancia, ¿entonces la vida es justa?
Si el que oprime pasa a ser oprimido, si en sus manos limpias y delicadas habitara el callo y la suciedad que marca el trajín diario, si en lugar de Paco Rabanne o Chanel oliera al sudor del cansancio, o vistiera en baratijas populacheras en vez de Christian Lacroix, Kenzo o Versace, ¿en ellos habrá tolerancia?

Uno va por la calle sin pensar en voz alta y de golpe se encuentra a la “Comedia Humana”: al frágil silencio que rompe una lágrima, al mimo burlón y al cura en sotana; a unos y a otros con miedo y con rabia, a mí mismo sombreado en la acera y a los demás como yo, pensativos, mustios y con la mirada extraviada.

(13/11/2012)


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