Recuerdo perfectamente (a pesar de mi lánguida memoria), que el primer libro que leí fue "Historias Extraordinarias" de Egar Allan Poe, lo que en sí considero una buena fortuna ya que de ahí en adelante, el amor por la lectura fue mutuo, constante y pertinente.
Con los años, sin considerarme un literato, me dio por escribir cuentos, o al menos intentar hacerlo y, aunque lo que quiero es algo muy personal en este género, hoy quiero publicarlos aquí en el para siempre de todos los días relatados en mi existencia. Son cinco cuentos: LA LADERA - EMILIA- RAZONES ITINERANTES - EL SUEÑO DE UNO - MEMORIAS PARA UN TIEMPO SIN EDAD. Están publicados en su totalidad en el nuevo blog: EPÍLOGOS Y EXORDIOS http://lfnikho.blogspot.com/ en el orden cronológico que los escribí.
Prólogo
H
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e venido escribiendo desde los once años (que digo
escribiendo,-intentando escribir-.). Sobre
mi historia se ciernen impetuosos los recuerdos y sobre ellos se cierne mi melancolía,
mis realidades pasadas y las de ahora que tienen en común el hecho funesto de
una vida tergiversada, vilipendiada y
ofendida, se abniegan a concebir el fruto de mis pensamientos y mis manos, a
esta serie de cuentos que son un poco de verdad, y un poco de mentira.
Durante el “eterno”
aparente de mi existencia, he conocido a tanta gente, que se han borrado de mi memoria muchos
nombres, muchos rostros, muchas pasiones, muchas desdichas, en fin, mucho de
todo. Tal vez hoy soy menos díscolo y
más frío, razón por la que he querido contar a través de mis propias palabras,
y mi propio modo de escribir, cosas que suceden y que son cotidianas; que pasan
desapercibidas por hacer parte de la rutina que nos enfrasca en la capacidad de
la indiferencia.
Y he aquí el fruto de lo que queda de mi
memoria. Los nombres rebuscados y los
que aun recuerdo; los lugares que alguna vez he recorrido; las noches
inclementes del invierno frío que he soportado en soledad; los personajes
posibles de cualquier realidad posible; las graves injusticias tan ignoradas
por unos y por todos; el nombre oculto detrás de unas cuantas letras que apenas
puede con el peso de sus propios problemas.
Deambulan densos y perdidos en mis letras, los
fantasmas olvidados que yo quise rescatar: cualquiera puede ser Emilia,
Maximiliano, Sofía, Toñito, “El Tuerto”,
y hasta yo. Cualquiera puede conjugar y utilizar los
adjetivos de la fatalidad para hacer añadiduras de esta historia; cualquiera
puede decidirse a hacer un intento de protagonista en las situaciones funestas
que aquí expongo con esmero.
Quien se decida a leer estos cuentos, no espere más
que paisajes siniestros, calamidad y desespero; pues no es mi intención
regocijar el pensamiento con cuentos que produzcan risa. Soy un hombre que ríe poco, y es casi obvio,
que no pretenda hacer reír.
Tened (señora o señor lector), la acertada gentileza
de desechar esta lectura antes de iniciarla, si lo que queréis es hallar un
mundo de hadas que yo no os puedo dar.
Tened sentido común y no critiquéis un contenido que ya está advertido:
sólo es enmarcado por la fatalidad.
Me sentiré honrado si al menos una sola persona
termina de leer toda esta concatenación de palabras; para mí es suficiente que
tan sólo un puñado de los que conozco, puedan atreverse a dedicarle un poco de
su tiempo a mis letras fecundadas desde la tristeza, desde el árido que mi soledad
abarca, desde la inquietante búsqueda de lo que ya me parece incierto.
Me quedo expectante ante la opinión de mis
camaradas, mis contertulios y cualquiera.
L.F.
Nikho
Jueves
17 de marzo de 2011
LA
LADERA
Por: L. F. Nikho
“Los pájaros saben que no hay invierno que dure
cien años y que, al pasar la” tormenta, la primera semilla que brota es el sol.
E
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n las afueras de una ciudad lejana, de un país
lejano, se erguía sin ostento y sin opulencia –más bien como accidente
natural-, una ladera obligada por el hombre a sostener sus casas. El
promontorio se eriguía hacia el noroccidente de la ciudad, más hacia el norte
que al occidente quizás.
Por aquellos días, el invierno no daba indicio
alguno de tregua; a veces, algún pedazo de azul se escapaba entre las nubes por
un minuto, casi una migaja de tiempo para el que necesariamente se hacían
ruegos. Los tejados de las casuchas
pobres, parecía que se iban a desplomar con tanta acumulación de lluvia, y ni
qué decir de las paredes estrerilladas: único lindero entre la naturaleza y el
hombre que las habitaba.
El cielo plomizo, profundamente denso y cargado de
malos presagios, se asemejaba a la impotencia. Algo más para añadir a la
desgracia de los miserables.
Con una furia intensa, la lluvia azotaba la
superficie de la tierra, carcomiendo, horadando la ladera. Como un hambriento ávido de alimento, el agua
se esparcía por la montaña; socavaba la
corteza suponiendo augurios de desastre.
Ya no soportaban más, ni los miserables, ni la
tierra. “El cielo se nos ha venido encima”. Se escuchaba decir con un temor
tangible. Sobretodo por las noches,
cuando la tempestad arreciaba, el pánico hacía alarde de su fantasmal presencia
estremeciendo el corazón de aquella gente obligada a vivir, donde no quería el
alma; la garganta era amordazada por nudos de silencio, sin protestas, el grito
se ahogaba con el rayo. Y no era para
menos. ¿A dónde podrían ir, si la
propiedad privada reclamó derechos de frontera?
Para los ricos la ciudad, para los desposeídos, la frontera del
extramuro y la ladera, del suburbio y la loma, de la guadua y el
bahareque. Que por suerte o por
designio, por herencia o conformismo, obligado o resignado, era lo que le
correspondía al oprimido… ¿Nada, acaso, podría hacerse?
El contraste entre el abrigo y la desnudez, ya no
era una estadística, sino un problema.
¡Graves circunstancias las de aquellos tiempos, que haciendo hueco en la
mente indiferente, a su vez lo hacía en los pulmones de la tierra! Se esperaba la omnipotente presencia del
milagro, pero éste, no asomaba las narices por ningún lado. Y si menester es del milagro salvar mil
vidas, lo es del infortunio arrebatar otras tantas. A las gentes miserables, desde luego, les
correspondía el menester del infortunio.
A lo lejos, podía divisarse la gravedad mustia del
horizonte opaco como un requiebre del cielo y la montaña; la niebla espesa
penetraba en el verde escarpado de la cordillera con la lentitud de un tigre
asechando a su presa. Poco tiempo
bastaba para transformar las formas líricas de aquel paisaje inicial,
trasgrediendo las esperanzas de quienes observaban cautos, impotentes y silentes. La niebla densa, impertinente y audaz,
cobraba lugar en la montaña sin dejar rastro de la misma y augurando nuevas
tempestades; todo en derredor era bruma y viento, un viento que aullaba con
alientos estentóreos y penetrantes haciendo mella, en la ya de por sí
deteriorada conciencia de los habitantes de la ladera. La tempestad llegaba sin premura con la
tención de un golpe seco; abierta y decidida habitaba el techo por horas y por
horas ciertamente, como si el cielo se hubiese desprendido. Los diluvios eran inmortales: semejaban a un
cuento de quimera… un dolor que nunca
cesa; los truenos impasibles eran una sinfonía de acordes y notas desgarradas,
y el relámpago parpadeaba siniestro por una milésima de segundo, para encender
el miedo.
Todo parecía desolación a pesar de estar habitado
por el hombre pobre que fundó su casa sobre el barro, único lugar por derecho
impuesto, donde le fue permitido plantar el cimiento de su morada
enclenque. Sólo en aquel lugar podían
alimentar sus sueños, o esperar a que se murieran éstos sin abandonar la tierra
mala en que vivían. Sueños que se
fueron forjando desde el hombre más viejo, hasta el más pequeño. “Todo,
–decían-, cambiará en algún momento.
Recibiremos la recompensa del cielo y ya no estaremos más mendigando techo en
la ladera; habrá tiempos mejores que llegarán como lo hará el sol en el
oriente”.
Era como si la naturaleza se estuviera vengando de
las heridas, y gemía con un lamento austero.
Parecía que el cielo lloraba incansablemente sin que
nada detuviera el llanto. Allende de la
ladera, donde colgaban las casuchas tristes, sucumbía el día bajo la misma
niebla espesa con la que despertaba. Un
horrendo paisaje se atisbaba con la primera y escasa luz que despuntara; sólo
podía verse a unos trescientos metros de distancia, un conjunto deforme de
esterillas, tejas y cartón apiñados como flotando, como una caravana fúnebre de
almas purgando penas.
El paisaje desgarrado e imposible, ya era posible
por la piel del hombre: los fantasmas solo quieren habitar en las alturas, y
los hombres pobres, ya eran fantasmas que anticipaban su altura en la
desgracia.
La noche llevaba consigo el inquebrantable temor de
la incertidumbre; en ascuas, y con el temor a cuestas, los habitantes de las
obligadas casas ya no sabían qué era mejor: si estar adentro o afuera de
ellas. Para el caso, es igual cuando los
tejados están rotos, y las paredes son de mierda.
¿Quién pensaba en dormir ya, cuando el sosiego hubo
abandonado el cuerpo? Huérfanos de
tranquilidad, no quedaba más remedio que encomendarse al ruego por el milagro
que ya había consumido mil inciensos, y gastado más palabras todavía.
¡Pobres gentes!
Obligadas al destierro; obligadas a incubar en el precipicio de raíces
infértiles, de deshechos de industria y desperdicios de naturaleza muerta. Casuchas de dolor y de lamento, amarradas
entre sí por trozos de esterilla o por destartaladas guaduas; haciendo de la
miseria alarde y abnegándose al presente infame.
Las horas pasaban como si se contaran los segundos
uno a uno, lo cual era más desesperante y peor si la tempestad amenazaba. Sólo en vilo, se usurpaba un poco de
conciencia al tiempo, pues de otro modo, no había alternativa de reflejos.
Las luces lejanas de la ciudad no eran
visibles. La ladera semejaba un barco a
la deriva a punto de zozobrar, pero allí estaba: enclavada con casas en su
vientre, raigambre de sirvientes y ladrones; de campesinos desplazados y
obreros, que aguantaban con la misma fuerza del temporal.
Cuando el día (que más bien parecía una continuación
de la noche), se insinuaba un poco con la mortecina claridad propia del
invierno, los habitantes de la ladera respiraban más tranquilos, a pesar de que
el torrencial aguacero no paraba ni un minuto.
Entonces, lo más abrigadamente posible, empezaban a
descender entre el lodazal y el remedo de camino, los hombres que hacían
funcionar las fábricas, los verdaderos arquitectos del progreso en la ciudad,
los sirvientes del amo indiferente; es decir, los verdaderos héroes. No
importaba cómo, pero tenían que llegar a su destino; no había disculpas que
fueran suficientes al patrono.
La ladera aguantaba y las casuchas también se
aferraban caprichosamente al barro, y parecían poseídas por un espíritu
indomable de franca rebeldía. Aunque fuesen viejas y averiadas, las casas se
erguían prepotentes desafiando la hostilidad del tiempo. El habitante tomaba ejemplo de aquella
austeridad, de aquel extraño orgullo que le permitía aguantar con firmeza las calamidades que traía el
endemoniado clima. Las horas eran eternas, inacabables. Insufribles.
Se había sumido la incapacidad del hombre ante la
rudeza de la naturaleza: los dominios de la ambición cruzaron las fronteras
prohibidas, para cobrarse luego la recompensa merecida.
El ostentoso, “el poderoso,” poseyó en sus arcas la
gran riqueza del níquel y el papel grabado, a cambio de los campos yermos y el
adusto erial.
Del cielo tenebroso, la impiedad dejó caer su
fuerza, ahogando el golpe en el rostro casi infantil, casi olvidado, de
aquellos niños sin niñez y también, del lastimero anciano, inquilinos de la cansada
ladera.
¡Ah pues la herencia que dejó la ambición del amo!:
futuro de cruces clavadas en el barro, y una tierra infértil propensa al
desengaño.
Transcurrieron unos diez meses y medio desde las
primeras lluvias, y después de ese invierno del que nadie creía tanta
prolongación, empezaba a morirse la esperanza abrazada en el milagro; en la
ladera se perdió la costumbre de soñar y la resignación se plantó en el umbral
de las desvencijadas puertas. Por las ventanas
-si las había-, se asomaba el infortunio en forma de granizo, de fango y de
aguacero; de casucha vieja y destartalada, de hombre cansado y mujer huraña.
Todo cambia ante la adversidad y se vuelve en un
mohíno despertar. Así es como empieza lo inaguantable del dolor a manifestar su
sufrimiento, o quizá así es como termina; la angustia hace estragos en el
impotente, así como la fiebre aniquila o impacienta: bajo un yelmo sólido de
pavura, el desposeído aguanta hasta que ni el mismo acero puede detener las
lágrimas.
Agotados todos los recursos, allá arriba, en la
ladera, la esperanza murió en los ojos, en el “despertar” y en la palabra de
los humildes habitantes. Y no era para menos.
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Un amanecer, cuando ya por el cansancio de los meses
el sueño les había dominado la conciencia, al despertarse los habitantes de la
ladera, no escucharon llorar al cielo; salieron todos. Las ventanas y las
puertas se abrieron de par en par, e iban fluyendo de los armatostes uno por
uno ensimismados. Estupefactos, algunos
no creyeron lo que sus ojos vieron y los
frotaban insistentemente, mientras otros, sin asombro, esbozaban una sonrisa
larga.
Al fin el cielo, casi límpido, casi azul, permitió
divisar el horizonte; y la ciudad resplandeció ante todas las miradas como un
monstruo de metal incandescente.
Las escasas nubes cruzaban blanquesinas y muy altas,
formaban un sendero rectilíneo hacia el sol que desplegaba sus rayos luminosos;
las golondrinas volaban raudas y el gallinazo sin abanicar las alas, circundaba
el aire perezosamente; ni un solo soplo de viento armonizaba para empujar las
hojas de los árboles, mientras las garzas más flacas que de costumbre, iban
aleteando, prestas a saciar el hambre.
El hastío del invierno, pareció desaparecer
definitivamente. El opaco cargado de las
nubes de plomo trascendió a un amanecer bruñido, semejándose a un día perfecto:
verde y azul tornando diferencia entre la tierra y el cielo, delimitaron lindes
para reconocer el horizonte. Todo cristalino
y limpio, argentado y veraniego, dando un
matiz a la faz que exhalaba oxígeno.
Los habitantes de la ladera, de aquella ciudad
lejana, levantaban las manos; felices, extasiados, sorprendidos, daban fe a la
presencia del verano.
¡Al fin ocurrió el milagro!
La inmensidad del cielo se tragó las nubes y ya no
era un resquicio, sino, la puerta que se abría entera en las alturas.
Transcurrió media hora, o tal vez una, a lo
sumo. Y de repente un sonido agudo, algo
estrepitoso y fuerte… ronco, dio al traste con aquel momento.
Desde arriba, desde la parte más alta de la ladera,
bajaba arrasando con todo, una avalancha, un derrumbe… un monstruo devorador de
casas y de seres humanos.
Cimbró la tierra con toda la fuerza que pudo
hacerlo, sin dar tiempo de reacción, con el ímpetu de mil caballos desbocados e
imponente, reclamó las vidas que postergara antes.
La ladera se desplomó para convertirse en
tumba. Y es que se tragó toda la lluvia del cielo. Se ahogó en su propio lecho.
Al fin se pudo decir la última frase que no pudieron
decir los habitantes de la desdichada ladera: ¡todo terminó!
El invierno cesó, y luego llegó un verano que duró
tres años.
FIN
(MAYO 5/8 DE 2006)