Hacer teatro para los oprimidos no es cosa fácil; más aún cuando los artistas de este oficio nos vemos enfrentados a una maquinaria perversa de producción inconsciente que, en toda su parafernalia disonante, pareciera imprimir un sello de mofa a todo buen arte que trate de exhibirse plenamente.
Y aunque muchas veces el fin justifica los medios, para hacer arte proletario primero debe adquirirse un respeto que ha de verse marcado por un camino previo de la ciencia marxista. A fin de ser concreto en lo que se requiere, el hombre de teatro cuya conciencia proletaria es definida, debe preocuparse trabajar intensamente por descifrar el código implícito de la lucha de clases y así por ende, invocar las nuevas tácticas de forma y contenido que obliguen a la reflexividad necesaria del nuevo espectador.
Interesados por el teatro revolucionario, pero sin algún conocimiento de él, ciertos compañeros, en el desespero de mostrarle al mundo equis o ye situación acuden a la inmediatez eufórica del momento e intentan “obras”, que terminan siendo “diálogos de rebusque” entre “el usted y el yo” de los conceptos que ni siquiera se acercan a una lectura dramatizada. Y eso es inconveniente.
El teatro revolucionario ha ido creando sus propias reglas a partir del engranaje dialéctico y no es justo que por las buenas intenciones, se castre un método que va en evolución como lo es el método del verdadero teatro revolucionario.
Sí, las buenas intenciones son importantes… pero el teatro revolucionario requiere más que eso; debe fijarse un medio consecuente con los fines y no un medio a la ligera que desfigure las hechuras del arte revolucionario. Ya que el arte es forma y contenido, que entonces esa forma y ese contenido desplieguen en conjunto una estética merecida para los oprimidos que hartados estamos de migajas de cultura.
L.F. Nikho
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